La imagen del padre es muy fácil que se nos escape de su auténtico significado, debido, en parte, a la devaluación que en nuestro tiempo ha padecido la paternidad. Hace más de sesenta años Alexander Mitscherlich escribe, describe e interpreta ese deslizamiento del mundo occidental hacia una sociedad sin padre. Este movimiento se ha intensificado con el tiempo, hasta el punto de que, hace aproximadamente cuarenta años, Lance Morriw podía escribir que, de los cincuenta mil padres que habían respondido a una encuesta de la periodista Ann Landers, una mayoría del 70 % había respondido que, si pudieran volver atrás, ya no querrían tener hijos, pues era algo que no merecía la pena. ¿Y si esa encuesta se realizase hoy día en España?…
Esta reciente depreciación de la función parental es una de las razones por las que al hombre de hoy le cuesta tanto captar el concepto de “padre”. Se ha abierto un profundo abismo entre la comprensión de este concepto en la actualidad y la de la anterior generación. Pensamos con demasiada facilidad que la palabra “padre” tiene actualmente el mismo contenido que tenía hace no muchos años. Pero lo cierto es que la función del padre abarcaba entonces mucho más que en la actualidad. En nuestro mundo moderno, los jóvenes crecen en una sociedad sumamente complicada y sometida a la especialización, y reciben muy diversas influencias lejos del hogar.
La angustia con respecto al pasado, lo mismo que el miedo al futuro, puede provocar tremendos deterioros: puede ponernos a la defensiva, cerrándonos a todo progreso, y puede también impulsarnos a una huida hacia adelante, por miedo a quedar bloqueados.
El padre toma la iniciativa. Todo padre es creador y suscita la vida. Ama al hijo antes aún de que éste nazca. Un padre da gratuitamente. Su amor no se basa en nada. Asume el riesgo de procrear. Y nadie puede garantizar que el hijo vaya a ser física, mental o moralmente sano. Lo único que el padre puede hacer es amar con tanta bondad que su hijo resulte igualmente bueno.
Y si resulta evidente que el hijo depende de su padre, igualmente evidente es lo contrario. La felicidad de los padres está fuertemente influenciada, positiva o negativamente, por la evolución del hijo, porque los padres se hallan ligados a él de mil maneras. El amor le hace a uno vulnerable. Una verdadera paternidad significa un crecimiento en la abnegación.
El padre procura al hijo el espacio necesario para llegar a ser él mismo. Al ofrecerle una seguridad y un espacio en los que pueda desarrollarse una vida autónoma, el padre provoca al hijo a tomar conciencia de su individualidad. Puesto que le ha dado un nombre, todos pueden dirigirse al hijo, y éste puede responder personalmente. El nombre le da al hijo una identidad y suscita unas responsabilidades propias.
Es también a mi padre a quien yo debo mis raíces. Se han sucedido millares de generaciones; han muerto mis antepasados…; pero cuando muere mi padre, yo me quedo huérfano. Si mis raíces se hunden en mis antepasados, es a través de mi padre. Y tenemos, ahora más que nunca, necesidad de esas raíces. Suele decirse que, gracias a la TV, el mundo moderno se ha convertido en una gran casa. Pero también es verdad lo contrario: nuestra morada se ha hecho tan enorme que ya no estamos nunca en nuestra propia casa. La historia humana se remonta a millones de años, en los que una vida humana se pierde como un minúsculo fragmento microscópico. La sensación de no tener ya raíces provoca angustia e inquietud.
La palabra “padre” es una palabra ancestral de la historia cultural y religiosa de la humanidad. En el pasado, esta palabra significó macho más que progenitor. El padre es el origen y al mismo tiempo protector y promotor de la vida. Del padre depende la vida del hijo; él la da y la acepta libremente. Así, el padre representa el orden legítimo de la vida. Es la expresión del poder y de la autoridad, como también de la entrega, la bondad, la asistencia y la ayuda. Tras una larga historia, esta imagen del padre nos resulta actualmente problemática. Ya no hay padres, si por padre se entiende lo que se entendió a nivel sociohistórico durante muchos milenios. Vamos hacia una sociedad sin padre. Actualmente la experiencia del padre humano falta, o incluso es negativa.
En una sociedad donde todo se basa en la prestación y la contraprestación, donde todo se orienta a la independencia, ascenso, progreso, emancipación y autorrealización, no hay sitio para la autoridad y el rango, ni para la autoridad de lo antiguo y originario. En consecuencia, la estructura y la cultura familiar, incluida la autoridad del padre, están sometidas a un cambio revolucionario y a un proceso de disolución. El problema no es sólo la protesta y la rebelión contra el padre, sino la renuncia de los padres a la responsabilidad paterna y al ejercicio de la autoridad.
En el aspecto y perspectiva de la psicología social, se ha analizado el problema del padre, llegando a interpretarse las relaciones ambivalentes con el padre como complejo paterno, concretamente como complejo de Edipo. Este complejo es el núcleo de todas las neurosis. Pero la rebelión contra el padre y el asesinato de éste llevaron a la lucha de todos contra todos, al caos generador de angustia y al terror. Así se llega a la búsqueda del padre perdido y a la reviviscencia del ideal paterno.
Este marco sociológico y de psicología incluye también el movimiento de liberación de la mujer y la correspondiente teología feminista. Su protesta contra la sociedad patriarcal y contra el predominio del varón sobre la mujer lleva lógicamente a la crítica de un Dios Padre en la que ven la sacralización del patriarcado y la sublimación ideológica del predominio de los varones y del sometimiento de las mujeres y de los valores femeninos. Esta crítica no tiene por qué llevar a una religiosidad poscristiana de las divinidades maternales; también puede conducir a la crítica profética basada en la idea bíblica de Dios como padre. Esta crítica profética se funda en que Dios es el padre de todos los hombres y en realidad sólo él es verdadero padre. Siendo esto así, no debe haber opresión del hombre por el hombre, porque todos los hombres son hermanos y hermanas en la medida en que tienen en Dios su padre común. La teología feminista así entendida constituye una invitación a concebir la idea del padre de un modo más crítico y profundo y a ahondar más en su significado.
El padre, pues, simboliza el origen del que se depende, pero al que se debe también la propia existencia. Es un origen liberador y justificador de esta existencia. Por eso, la relación entre el padre y el hijo es general en la condición humana y viene a expresar que la libertad del hombre es una libertad condicionada y finita. La eliminación del padre sólo sería posible al precio de una utopía aberrante de una libertad absoluta y de un señorío inhumano del hombre. Siendo la relación entre padre e hijo consustancial al hombre e imposible de sustituir por ninguna otra, el término “padre” es una palabra originaria de la historia de la humanidad y de las religiones que no puede reemplazarse ni puede ser traducido por ningún otro concepto. Sobre este telón de fondo se puede calibrar toda la magnitud de la crisis actual.